Irene y Alberto se tumbaban cada tarde en la cama de ella, con las manos entrelazadas, y se hablaban y se sentían durante todas las horas que puede durar una tarde. Hasta la noche y más allá.
Pasó una tarde. Y otra. Y otra. Y otra. Pasaron días, semanas y meses.
Idealizaron el mundo hasta que acabó siendo solo de ellos. Su mundo. Un mundo en el que nadie entraba ni salía, en el que todo era bueno, en el que los problemas, si es que los había, se resolvían con facilidad. Y de tanto idealizarlo, de tan perfecto que lo construyeron, lo acabaron por desgastar.
Demasiado pronto.
Una tarde. Una de tantas. Tumbados todavía, se les acabaron también las palabras. Dejaron de escuchar el vaivén de las olas en las palabras del otro y pasaron a escucharse ya solo los pensamientos. Tantas palabras callaron que se les enquistaron.
La mano de Alberto ya no abrazaba la de ella, la sostenía únicamente por el dedo meñique. Los ojos de ambos ya no se acariciaban, casi siempre los tenían cerrados. La boca de Irene ya no escuchaba a la de Alberto, ambas apuntaban hacia el techo.
Despedida, desamor, desazón, decepción.
Años después cada uno sigue habitando en el recuerdo más hermoso y triste del otro. Ambos saben que tuvo que acabar para que fuese eterno.